Palabras de doble filo : Análisis sistemático de la comunicación de Jesús a partir de la oratoria moderna

Abstract

¿De todos los discursos que has escuchado a lo largo de tu vida, cuántos recuerdas? Imagino que los puedes contar con los dedos de una mano. Resulta paradójico que vivamos en la era de la comunicación y, sin embargo, no sepamos comunicarnos. Cada día somos partícipes de diferentes oratorias, por parte de políticos, directivos, periodistas, docentes, entre otros; pero la mayoría de ellas carecen de elocuencia. Tan pronto como entonan unas palabras, el viento se las lleva. Por eso, puede llegar a ser inútil tener acceso inmediato a gran cantidad de información, disponer de tecnologías de última generación y, hasta incluso, dominar varios idiomas, si no se conoce ni se administra la capacidad que cada uno posee, la palabra. Un proverbio dice que “la muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos”. Pero, desgraciadamente, así como muchos líderes no están preparados para comunicar, la gente de a pie también carece de esta formación. “Desde bien pequeños nos invitan a desarrollar nuestro talento, a tener ideas, pero nadie nos enseña a comunicarlas”, reconoce Ferran Ramón-Cortés (2012). Sin embargo, hoy más que nunca necesitamos dichas facultades para sobrevivir, ya sea en el ámbito académico, profesional, empresarial, sentimental… Desde convencer a un auditorio hasta ir a comprar el pan, la oratoria es indispensable para el desarrollo humano y el progreso de toda la sociedad. De hecho, muchos expertos aseguran que el 85% de nuestro éxito depende de nuestras habilidades y comunicación, de lo bien que conocemos a la gente e interactuamos con ella. Por eso, cada vez más, se requieren personas que se expresen con mayor precisión y claridad. En definitiva, la comunicación es la destreza más importante en la vida, así lo afirma Stephen Covey, autor del best seller Los siete hábitos de la gente altamente efectiva (1997). “El sermón ya fue olvidado”, entona el poema alemán que encabeza el trabajo. El triunfo de la comunicación radica en lograr que el público recuerde el mensaje. Para ello, la alocución debe chocar, de alguna manera, con nuestra percepción previa. Si aquello que escuchamos no nos hace cuestionar nuestro punto de partida, probablemente, estamos perdiendo el tiempo. La buena oratoria, aparte de ser atractiva y educada, debe ser ‘de ida y vuelta’. Es decir, que no solo se limite a transmitir una información sino que esta, a la vez, provoque una reacción en el receptor. De hecho, actualmente, hablar en público significa hablar menos y decir más, ser más preciso en cuanto a lo que se quiere comunicar y hacerlo con vocación de servicio. “El genuino orador, sagrado o profano, no es el que mejor discurre, ni el que más ideas lúcidas y precisas lleva al espíritu de sus oyentes, sino el que mueve, arrebata y subyuga, sin que se sepa cómo ni por qué”, dijo Carlos Martínez Silva (en Serna, 2004). Desde mi punto de vista, el ejemplo por excelencia que reúne estas características no es otro que quien dividió la historia en dos. Dondequiera que fuese, las multitudes le seguían, expectantes por oír cualquier cosa que este contador de historias tuviera que decir. Algunos se esmeraban por tocar sus ropas, otros le abrían las puertas de su casa, y muchos se quedaban ensimismados, por largos días, escuchando sus palabras. De entre su público, se encontraban cobradores de impuestos, prostitutas, pescadores, leprosos, centuriones… Aunque las masas lo adoraban, las personas más influyentes se sentían desafiadas ante su presencia. Pero lo más sorprendente de todo es que, después de 2000 años de su muerte, su mensaje aún se sigue recordando. Le llamaban Jesús de Nazaret.